2 de gen. 2011

Satélites

“Estaba sentada en una mesa vacía, ajena a todo, jugando a fabricar cosas imposibles con una servilleta de tela blanca. Sentada con las piernas cruzadas; debajo del vestido arrugado por la postura asomaban sus piernas,  llenas de curvas que invitaban a pasear por ellas.”

Se despertó por la mañana y al darse la vuelta en la cama notó que estaba vacía. Después de unas cuantas vueltas, cuando se hubo acostumbrado a la luz que entraba por la ventana, se levantó y cogió una camisa que había tirada por el suelo. Se la puso y salió de la habitación abriendo la puerta con cuidado. Cuando llegó al final de las escaleras lo vio de espaldas en la cocina. Sólo llevaba unos calzoncillos, algo ridículos, con dibujos de colores, que le quedaban un poco estrechos.

- ¡Ñam! – Le susurró ella al oído acercándose por la espalda.
- Buenos días, preciosa.

Ella se sentó en un taburete de madera y se dedicó a mirarlo mientras cocinaba.
- Espero que tengas hambre, porque cuando me levanto con tiempo hago unos desayunos increíbles.
- Hoy tengo un hambre feroz.

Se sentaron a la mesa y empezaron a comer. Él la miraba de reojo entre mordisco y mordisco, ella parecía una niña pequeña desayunando antes de irse al cole.
- ¿Cómo te llamas?
- Luna.
- No te puedes llamar Luna.
- ¿Ah no? ¿Por qué, listillo?
- Porque tú brillas con luz propia, la luna no tiene luz propia. Anoche iluminabas la sala con tu presencia… A medida que me acercaba a ti podía notar cómo se iluminaba la habitación.
- Y, ¿por eso no me puedo llamar Luna?
- No es sólo eso. Es que, además, la luna tiene una gravedad muy pequeña. Tú tienes una fuerza de atracción increíble… Es imposible acercarse a ti sin acabar cayendo en tu órbita para darte vueltas el resto de la vida…
- Pues, mira por donde, aun así, me llamaron Luna.

Terminaron de desayunar en silencio. Él la miraba divertido. Mientras recogía la mesa, ella se le acercó por la espalda y le susurro al oído:
- Anda tonto, deja eso y vamos a follar.
Ella empezó a caminar hacía las escaleras y, a mitad de camino, dejó caer la camisa. Sus muslos se contorneaban al andar. Él se dio la vuelta y la siguió embobado mientras ascendía por las escaleras. Una vez arriba volvieron a hacer el amor como lo habían hecho la noche anterior; de manera salvaje, brusca, maleducada. Al terminar ella se quedó dormida en sus brazos y él la observó hasta que se despertó.

- No puedes llamarte Luna.
- Ya te he dicho que ese es mi nombre.
- Pero es que es imposible… No puedo parar de mirarte y, cuanto más te miro, menos me creo que ese sea tu nombre.
- Bueno, y, según tú, ¿cuál debería ser mi nombre?
- Deberías llamarte deseo.
- Pero deseo no es un nombre de mujer.
- Pues entonces Desirée, que en francés significa deseo.
- Muy bien, si tanto te gusta, puedes llamarme Desirée.

Volvieron a hacer el amor envueltos en las sábanas tantas veces removidas en una sola mañana. Él le susurraba al oído “me encantas Desirée”; ella no podía evitar esbozar una sonrisa al tiempo que se mordía los labios mientras gemía de placer.

- ¿No me preguntas mi nombre?
- No hace falta.
- Pero, ¿Cómo? ¿No te interesa nada más de mí?
- No. Y a ti tampoco de mi. Tú ya tienes todo lo que podrías querer. Esta noche volverás a tu casa, con tu mujer, con tus hijos, y yo seré sólo un simple recuerdo, una locura de aquel viernes en el que fuiste a una fiesta.
- No es cierto. Jamás podré sacarte de mi cabeza. Eres más que un recuerdo, eres un deseo, un pecado, un terrible anhelo que me niego a perder.
- A veces no nos queda más remedio que aceptar las cosas tal y como vienen, sin enfrentarnos a ellas.
- No Luna, no… No me hagas esto.
- ¿No me has dicho que no debería llamarme Luna?

Volvió a repetirse todo. Los mismos besos, las mismas caricias, los mismos gritos… Y cuando se dio cuenta, estaba vistiéndose para regresar a casa mientras ella se daba una ducha. La esperó sentada en la cama, rezando porque aquellos no fueran los últimos minutos a su lado. Cuando ella salió de la ducha le dio un tierno beso en la mejilla, diferente a todos los anteriores. Era un beso de despedida. Él lo notó y se fue, pensativo, cabizbajo e inquieto hacia casa.

"Cuando me acerqué a ella me deslumbró su belleza y apenas pude articular palabra. Sólo acerté a preguntarle su nombre. “Me llamo Desirée”, dijo, “si quieres me puedes llamar deseo”."

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