11 d’ag. 2011

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Llevaba años alejada de aquel lugar, aunque me daba la impresión de que sólo habían sido unos pocos meses. A medida que el avión tomaba tierra notaba una sensación subiéndome por las entrañas y, aun hoy, no puedo diferenciar si se trataba de uno de mis habituales mareos o eran los recuerdos que se arremolinaban en la boca de mi estómago.

Después de recoger mi equipaje y salir del aeropuerto tomé un taxi. Recité la dirección de memoria y me sorprendió recordarla todavía. El taxista frunció el ceño y me espetó un incrédulo - “¿Está segura?” “Sí, lo estoy” - aunque cuando encendió el motor una duda asomó en mis ojos.  Aparté mi mente de mi destino y me dediqué a pensar en aquello que había dejado atrás momentáneamente. Ya lo echaba de menos y estaba segura de que la sensación iba a ir en aumento.

Cuando entramos en el pueblo no pude dilatar más el reencuentro y miré por la ventana. Se me heló el corazón ante tal espectáculo. Había coches abandonados, con las ventanas rotas y las puertas abiertas, aparcados de cualquier manera en cada calle. Las aceras llenas de basura, los escaparates rotos y vacíos y los edificios en ruinas me hicieron volver a otra época. Cuando llegamos a la dirección el taxista, atemorizado, no quiso bajar del coche y aceleró tan pronto le di el dinero. El sonido del motor se perdió calle abajo y todo quedó sumido en el más espeso de los silencios.

Al subir a casa, dejé la maleta donde antes había habido una pequeña cocina. Casi no pude contener las lágrimas al encontrar todo lo que me había rodeado durante tanto tiempo destrozado. El polvo se amontonaba en los rincones y el suelo se me aparecía lleno de cojines hechos jirones, libros arrancados de sus estanterías y pedazos de lo que antaño fue un precioso juego de té azul y blanco con el que solía jugar a escondidas cuando era pequeña.

Fue fácil dejar atrás aquella casa, puesto que no se parecía en nada a lo que yo recordaba, y emprender el camino hacia el puerto, en el que tantas veces me había sentado a admirar el mar que había considerado mío. Al llegar allí, el paisaje me resultó menos desolador que el resto del pueblo. Todo parecía en calma y pensé que era lo único que no había cambiado tanto.

Me senté en las rocas, como había hecho tantas veces antes, y recordé los años pasados allí, con esas rocas, esa arena, ese mar. Lloré durante horas, no recuerdo cuantas,  y por fin me di cuenta de que aquello siempre había sido así, y lo único que había cambiado era mi visión de las cosas.