6 de des. 2011

Bondad de Atón

Y allí estábamos, mirándonos a los ojos, fijamente, sin pestañear. Y tuve la sensación de que el mundo se detenía.

Sus labios rojos, esculpidos en piedra, parecían susurrar los versos más románticos del mundo. Por un instante quise besarla, sin importar quien nos estuviera observando. Su piel lisa y brillante me invitaba a hacer locuras; esa piel color bronce, tan fría y a la vez tan cálida. Las suaves líneas que dibujaba su cuello, el pelo adornado con aquella llamativa corona, los pómulos firmes y a la vez tan tulgentes...

¡Todo en ella parecía tan sobrio...! Y sin embargo había algo en sus ojos que me inundaba el pecho, entrando desde la nariz y helándome los pulmones, llenándome de deseo. Y es que sus ojos eran cristales ardiendo, minerales pulidos a fin de provocar tal efecto en el espectador de tan bello paisaje. Y allí, embobado, embebido en su mirada, no pude dejar de mirarla.

Al cabo de un tiempo, no sé si cinco minutos, puede que cinco horas, decidido a dejarme llevar por mis instintos, di un paso hacia ella, tambaleante. En el preciso instante en que acercaba mi boca a la suya, y me disponía sujetar su cabeza entre mis manos, alguien se abalanzó sobre mi, alejándome de mi amada.

Desperté de repente, rodeado de manos uniformadas que me avisaban de que iban a cerrar el museo, y de que sería mejor que me fuera. Recogí mi abrigo del ropero y me dispuse a volver al frío berlinés, que me rodeó con sus garras heladas y me robó el poco calor que me quedaba, el que no se había quedado ella.

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