Sus labios rojos, esculpidos en piedra, parecían susurrar los versos más románticos del mundo. Por un instante quise besarla, sin importar quien nos estuviera observando. Su piel lisa y brillante me invitaba a hacer locuras; esa piel color bronce, tan fría y a la vez tan cálida. Las suaves líneas que dibujaba su cuello, el pelo adornado con aquella llamativa corona, los pómulos firmes y a la vez tan tulgentes...
¡Todo en ella parecía tan sobrio...! Y sin embargo había algo en sus ojos que me inundaba el pecho, entrando desde la nariz y helándome los pulmones, llenándome de deseo. Y es que sus ojos eran cristales ardiendo, minerales pulidos a fin de provocar tal efecto en el espectador de tan bello paisaje. Y allí, embobado, embebido en su mirada, no pude dejar de mirarla.
Al cabo de un tiempo, no sé si cinco minutos, puede que cinco horas, decidido a dejarme llevar por mis instintos, di un paso hacia ella, tambaleante. En el preciso instante en que acercaba mi boca a la suya, y me disponía sujetar su cabeza entre mis manos, alguien se abalanzó sobre mi, alejándome de mi amada.
Desperté de repente, rodeado de manos uniformadas que me avisaban de que iban a cerrar el museo, y de que sería mejor que me fuera. Recogí mi abrigo del ropero y me dispuse a volver al frío berlinés, que me rodeó con sus garras heladas y me robó el poco calor que me quedaba, el que no se había quedado ella.
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